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La Guerra por la Pollinaza: La Red de Extorsión que Asfixia al Campo Lagunero

  • Foto del escritor: Redacción
    Redacción
  • hace 1 día
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Actualizado: hace 24 horas



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En los linderos áridos que separan a Durango de Coahuila, donde la tierra se endurece bajo el sol y los galpones avícolas se enfilan como silenciosos testigos del trabajo rural, se libra una batalla que muy pocas instituciones admiten públicamente. No se trata de armas largas ni de operativos espectaculares. No hay convoyes incendiados ni carreteras cerradas. La lucha ocurre en lo cotidiano: en los patios donde se carga la pollinaza, en las brechas polvosas, en las llamadas que llegan a la hora en que las luces de la granja se apagan. En la Comarca Lagunera, la extorsión sobre este mercado —aparentemente insignificante para quien vive lejos del campo— se ha convertido en un sistema sofisticado que opera frente a los ojos de todos, sostenido por el miedo, la permisividad y una cadena de complicidades que alcanza niveles municipales, estatales y federales.


Durante meses, productores, transportistas y compradores aceptaron hablar a puerta cerrada, siempre bajo condición de anonimato. Uno de ellos, un hombre que lleva cuarenta años dedicado a la venta de insumos avícolas, dijo algo que se repitió en todas las entrevistas, como un eco que la región ya normalizó: “Esto no es nuevo. Lo nuevo es que ahora todos saben quiénes son y no pasa nada”. La frase revela el fondo de la crisis: ya no se trata de desconocidos, de sombras o rumores. En esta región, aseguran los afectados, algunos de los responsables de controlar ilegalmente el comercio de la pollinaza están plenamente identificados. Los conocen por nombre, por rostro y por zona de operación. Los productores pueden describir las camionetas que usan, los horarios en los que recorren ciertas rutas, los intermediarios que los representan y hasta los policías con los que parecen coordinarse sin disimulo.


Es una extorsión sin máscaras. Y eso hace el problema aún más grave.

La pollinaza, mezcla de estiércol, viruta y alimento residual, fue durante décadas un subproducto que se vendía casi en confianza, sin mayor regulación ni conflicto. En la Comarca Lagunera, donde conviven algunas de las granjas avícolas más grandes del norte del país, su comercialización es un engrane esencial de la economía rural. Se usa como fertilizante, como acondicionador de suelos y como insumo para ciertas industrias pecuarias. Su demanda es alta. Su valor, también. Y en esa combinación, los grupos criminales encontraron un nicho ideal: rentable, discreto y con una cadena logística lo suficientemente vulnerable como para capturarla sin necesidad de generar caos.

Lo hicieron con precisión quirúrgica. Primero, imponiendo tarifas pequeñas, casi simbólicas, que muchos pagaron para evitar problemas. Luego, fijando precios.


Después, controlando rutas. Finalmente, monopolizando la operación completa: quién vende, quién compra, quién transporta y a cuánto. Hoy, cualquier persona del campo en la región puede contar cómo funciona el sistema. La narrativa se repite con pocas variaciones: si intentas vender sin autorización, te bloquean. Si intentas comprar por tu cuenta, te visitan. Si intentas mover cargamento sin pagar, no llegas lejos. Si denuncias, alguien —no siempre se sabe quién— se enterará antes de que se abra la carpeta de investigación.


En un café de Gómez Palacio, un operador logístico que lleva más de una década moviendo pollinaza baja la voz para narrar su experiencia. “Cuando me hablaron por primera vez pensé que era una broma. Me dijeron que ya sabían cuántos viajes hacía por semana y que querían platicar. Usaron nombres de mis clientes. Nombres de mis choferes. No era casual. Sabían todo.” Dice que se reunió con ellos en una bodega abandonada al sur del municipio. No hubo amenazas explícitas. No hubo armas visibles. Pero sí la sensación de que cualquier intento de negarse tendría consecuencias. Desde entonces, paga una cuota fija por tonelada transportada. Y nunca preguntó a dónde iba ese dinero.


Historias como esa se repiten en decenas de testimonios. Pero lo que realmente inquieta a los afectados no es solo la extorsión, sino la convicción creciente de que parte del sistema opera con la complacencia, indiferencia o colaboración de ciertos funcionarios y cuerpos de seguridad. En varios municipios, productores aseguran haber visto patrullas escoltando camiones sospechosos o cuidando accesos a bodegas de “intermediarios” que no existían hace tres años. En otros casos, oficiales de policía han advertido, con tono protector, que “no conviene meterse en problemas” si algún productor decide vender por su cuenta.


Estos señalamientos —todos anónimos por razones obvias— no han derivado en investigaciones visibles. Ninguna autoridad estatal ha presentado una red desarticulada, un operativo contundente o un informe que describa la estructura criminal. La ausencia de resultados alimenta la percepción de que el silencio oficial no es casualidad, sino parte del mecanismo que permite que la extorsión continúe sin freno. Cuando se pregunta directamente a autoridades, la respuesta suele ser una combinación de evasivas y frases estándar: “No hay denuncias”, “Estamos revisando”, “Es un tema que compete a otras instancias”.


Pero sí hay denuncias, solo que no pasan del escritorio. Los productores lo dicen con amargura: “Metimos la denuncia y a los tres días ya sabían todo. No sé quién dio la información. Mejor la cerré.

”Otro narra que cuando acudió por segunda vez a la Fiscalía, un funcionario le sugirió “meditarlo bien” porque “a veces es mejor arreglarse por fuera”.

El productor salió del edificio sintiendo que no solo estaba desprotegido, sino expuesto.


El Estado, al menos en esta región, no ha logrado —o no ha querido— recuperar el control del mercado.


La estructura criminal, en cambio, sí lo ha hecho. De acuerdo con estimaciones compartidas por empresarios consultados, la red de extorsión puede estar obteniendo ganancias mensuales millonarias sin enfrentar competencia ni intervención oficial. Esto, dicen, no sería posible sin protección.

“Aquí nadie opera tanto tiempo si no hay alguien que lo cubra”, comenta un agricultor de Lerdo. “La pregunta que todos evitamos hacer en público es quién los cubre”.

En las últimas semanas, organizaciones ciudadanas han comenzado a presionar con mayor fuerza. Han elaborado informes internos, han recabado documentos, han identificado rutas, y han señalado, incluso, zonas donde se sabe que operan los responsables de la extorsión. Algunos productores reconocen que los responsables están tan plenamente identificados, que pueden describir dónde viven, qué vehículos conducen y qué personajes locales los protegen. “No es un misterio para nadie”, dicen. “Solo para el gobierno.”


A la falta de acción se suma otro factor: miedo. En el campo, el miedo corre rápido. Es un rumor transmitido de boca en boca, de pueblo en pueblo. Un productor de Tlahualilo relata que nunca había visto a tanta gente dispuesta a dejar perder mercancía antes que arriesgarse. En un caso, una granja optó por desechar más de 40 toneladas de pollinaza antes de venderla sin autorización del grupo que controla el mercado. “Era eso o meternos en un problema. A veces es mejor perder dinero que perder la paz”, dice con resignación.


Pero la extorsión no es un problema que pueda resolverse con resignación. Los expertos en seguridad rural advierten que la captura del mercado agropecuario por grupos criminales suele ser preludio de algo peor: violencia abierta, control territorial más agresivo y desplazamiento económico. Lo que pasa hoy con la pollinaza ya está ocurriendo con fertilizantes, alimento para ganado y cosechas enteras en otras regiones del país. En la Comarca Lagunera, la estructura avanza sigilosa, sin balaceras ni escándalos, pero con una eficacia que debería alarmar más que cualquier fuego cruzado.

Mientras tanto, las autoridades estatales insisten en comunicar avances que los productores no ven reflejados en el terreno. Discursos, conferencias, compromisos vagos, promesas de coordinación interinstitucional. Cada anuncio oficial parece desconectado de la realidad que viven los agricultores. Una de las críticas recurrentes es que se privilegian narrativas políticas por encima de diagnósticos serios. Y en el proceso, el campo se queda esperando.


Pese a todo, algo empieza a moverse desde abajo. Organizaciones empresariales han comenzado a crear redes de información más robustas. Productores que antes trabajaban aislados ahora comparten fotografías, placas, rutas, descripciones de modus operandi. Algunas cámaras empresariales han planteado la posibilidad de integrar equipos de verificación independientes, capaces de documentar cómo operan las extorsiones sin intervención de cuerpos policiacos localmente cuestionados. También se discute la necesidad de mecanismos de denuncia protegidos por organismos externos, quizás incluso internacionales, dada la desconfianza generalizada en las estructuras locales.


Lo más significativo, sin embargo, es el cambio anímico. El silencio que mantuvo vivo al sistema empieza a resquebrajarse. En reuniones privadas, productores se atreven a decir lo que hace apenas dos años era impensable: que la región necesita vigilancia federal directa, depuración policial profunda y presencia permanente de inteligencia especializada en delitos económicos. No quieren únicamente operativos visibles —que suelen terminar en capturas menores o en escenificaciones políticas— sino investigaciones reales que rastreen flujos financieros, complicidades institucionales y redes de protección.


La extorsión, insisten, no puede combatirse solamente en el camino rural donde se carga un camión. Se combate en oficinas, en despachos, en corporaciones que han permitido que el sistema se normalice. “El problema no son solo los que cobran”, dice un dirigente agrícola. “El problema es quién les permite cobrar.”

En un recorrido reciente por las granjas de Gómez Palacio, se percibe una mezcla de resignación y desafío. Los trabajadores retiran la viruta, revisan el nivel de humedad en el piso, limpian los bebederos. La vida rural continúa, sí, pero bajo una sombra que todos sienten y pocos nombran. No porque no sepan quién está detrás, sino porque lo saben demasiado bien.


La Comarca Lagunera ha enfrentado sequías devastadoras, crisis económicas y violencia. Pero nada había sido tan corrosivo como un sistema que captura lo cotidiano y lo convierte en un negocio privado de quienes nada producen. Lo que está en juego no es solo un mercado. Es la dignidad económica de una región entera, su capacidad de vivir del trabajo honesto, su derecho a comercializar sin miedo algo tan básico como un residuo orgánico.


Los productores saben que revertir la situación será difícil. También saben que es posible. La pregunta es si el Estado actuará antes de que la red que controla la pollinaza termine extendiéndose —como ya insinúan algunos— a otros mercados que sostienen a la Comarca. La historia dirá si esta región permitió que un grupo de extorsionadores capturara un sector completo, o si decidió confrontar de una vez por todas un sistema cuyos responsables, según afirman los propios afectados, no solo tienen rostro, sino nombre y dirección.


El campo ya habló. Falta que alguien lo escuche.

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