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La Laguna de Durango en la antesala de la desgracia

  • Foto del escritor: Redacción
    Redacción
  • 3 nov
  • 20 Min. de lectura

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En México hay lugares donde el miedo tiene distintos nombres, pero la misma raíz. Michoacán es uno de ellos. La Laguna de Durango, otro. En ambos, la historia se repite como una herida mal cerrada: los que se atreven a hablar son los primeros en caer. En Michoacán, los líderes comunitarios, los defensores de la tierra, los que denunciaron cobros, desapariciones, abusos, fueron desapareciendo uno a uno, hasta que el silencio se volvió norma. En La Laguna, el eco de esa historia resuena cada vez más cerca.


Lo que se vive en el norte de Durango es todavía un susurro de lo que Michoacán gritó hace años. Allá, los pueblos aprendieron que la palabra puede ser más peligrosa que un arma. Aquí, los productores comienzan a entenderlo también. La diferencia es que en La Laguna el miedo todavía convive con la esperanza, aunque sea pequeña; en Michoacán, el miedo ya le ganó terreno a la voz.


Cuando se observan ambas regiones desde lejos, parecen distintas: una con montañas y aguacates, la otra con desierto y ganado. Pero en el fondo son el mismo paisaje humano: comunidades olvidadas, gobiernos que responden con comunicados, y una población que trabaja hasta el agotamiento mientras espera que la justicia deje de ser promesa.


En Michoacán, cada historia de alguien que alzó la voz y fue callado es una advertencia para el resto del país. Y sin embargo, esa advertencia parece no escucharse. En La Laguna, los productores ya han empezado a callar por prudencia, no por cobardía. Saben lo que puede pasar cuando la denuncia se convierte en condena. Por eso los testimonios circulan entre susurros, los nombres se omiten, las fotos no se publican. Lo que antes se contaba con indignación, ahora se narra con miedo.


El norte de Durango se ha vuelto un territorio donde la vida transcurre entre el polvo, la fe y el miedo. En los pueblos de La Laguna, donde el sol se ensaña con los cultivos y la sequía ya es una forma de vida, el campo produce cada vez menos alimento, pero más historias de impotencia. Los productores saben que el peligro no siempre se ve; a veces llega vestido de autoridad, otras con el tono tranquilo de quien te dice que “todo está arreglado” mientras te quita el sustento.


Hace meses que la gente denuncia lo mismo: que el delito de la extorsión no da tregua. Se ha pedido ayuda pública, se ha exigido la atención de las más altas autoridades, se han mandado cartas, videos, testimonios. En los noticieros y en las redes, los productores repiten el mismo grito: “nos están acabando”. Pero el eco de sus voces se disuelve entre declaraciones y promesas que no llegan al polvo de los caminos.


Los pobladores de Gómez Palacio, Lerdo, Tlahualilo, Mapimí y Ceballos viven con la sensación de que el crimen dejó de ser un suceso y se convirtió en una rutina. La extorsión, como el calor, no se ve pero quema. Nadie la reconoce oficialmente, pero todos la padecen. Los que venden, los que transportan, los que cargan. El miedo se volvió parte del trato: si no aceptas las condiciones, te cierran el paso; si preguntas, te dan la vuelta; si denuncias, te dejan solo.


Desde el cateo a las oficinas de un sindicato regional el 5 de septiembre, los rumores crecieron más rápido que las respuestas. La gente esperaba que aquel operativo marcara el inicio de un cambio, que de ahí surgiera un parte oficial, un informe, algo. Pero nada pasó. Los días se hicieron semanas, y luego meses. Quienes viven del campo cuentan el tiempo no por el calendario, sino por las veces que alguien prometió “limpiar la zona” y no volvió a aparecer.


Los productores dicen que hay un expediente guardado, celosamente protegido por las autoridades, que podría aclarar lo que sucede. Un expediente que se pasea en silencio por los pasillos de las oficinas, que se carga bajo el brazo, que se resguarda más de lo que se investiga. Nadie lo ha visto, pero todos hablan de él. Es, en cierto modo, el símbolo perfecto de la impunidad: algo que existe, pero no se toca.


Mientras tanto, el ejército recorre las carreteras, las patrullas aparecen de vez en cuando y los retenes se instalan en los mismos puntos de siempre. La presencia de uniformes debería traer alivio, pero lo único que deja es una sensación amarga: la de vivir custodiados por una calma que no alcanza. La extorsión sigue ocurriendo, más discreta, más sofisticada, más cruel. No necesita gritos ni armas; basta con una llamada, una amenaza velada o el rumor de que “ya saben quién eres”.


Los transportistas lo cuentan en voz baja. Dicen que cada viaje es una apuesta: o llegas, o desapareces. Los más jóvenes prefieren irse a otros estados antes que seguir manejando de noche. Los viejos, los que ya vieron de todo, dicen que esto es peor, porque ahora la violencia no tiene rostro. “Antes sabías con quién tratabas —cuenta uno—, ahora ni eso. Son los de aquí, los que uno ve en la tienda o en el camino. Y si preguntas, te dicen que es por tu seguridad.”


La muerte de un productor muy querido en la zona hace unos meses debería haber sido un parteaguas, un grito que rompiera la indiferencia. Pero no fue así. Lo despidieron con rabia y silencio, y luego todo siguió igual. La extorsión no se detuvo, las amenazas no se fueron, y la sensación de abandono se volvió una herida abierta. Los compañeros de aquel hombre dicen que lo mataron dos veces: una con las balas, otra con el olvido.

En los ranchos, el miedo se mide por la cantidad de mensajes borrados del celular, por las veces que alguien cambia de número o de ruta para evitar problemas. Los que se animan a hablar lo hacen sin nombres, sin fechas, sin detalles. “No quiero que me pase lo mismo”, dicen. Y con esa frase lo resumen todo. La extorsión ha dejado de ser un delito; se volvió una atmósfera.


Los ganaderos, los agricultores, los choferes, todos viven entre la esperanza de que alguien los escuche y la certeza de que nadie lo hará pronto. La región entera parece un gran secreto a voces, un lugar donde todos saben quién controla qué, pero nadie lo dice. Porque en La Laguna, el silencio no es cobardía: es autodefensa.


La sensación de que nada cambia pesa más que el calor. En los pueblos de La Laguna se ha vuelto común decir que “ya ni vale la pena ir a denunciar”. Es una frase corta, resignada, que se repite en los talleres, en los expendios, en las fondas donde los productores paran a desayunar antes de salir al campo. Lo dicen con la voz cansada de quien ya no espera justicia, sino apenas que no lo molesten más.


Las oficinas del gobierno local son como espejos: uno entra con miedo y sale igual, pero con la mirada más baja. Los empleados escuchan, asienten, anotan algo en un papel. A veces prometen hacer llegar el caso “a la mesa de coordinación”. Pero en la práctica, nadie sabe si esas hojas se archivan o se tiran. “Todo se queda en el aire”, dice una mujer que lleva meses pidiendo apoyo después de que le vaciaron su bodega una madrugada. “Dicen que investigan, pero no se ve nada.”


Y en efecto, nada se ve. Hay comunicados, hay refuerzos, hay patrullas que pasan, pero el miedo sigue ahí. Es un miedo distinto, más civilizado, si se quiere: sin balaceras, sin titulares, sin drama aparente. Pero es el mismo miedo antiguo, el que paraliza, el que te hace mirar por el retrovisor antes de entrar a tu casa.


Desde los centros urbanos hasta los ejidos más lejanos, la gente vive en una rutina de precauciones: no hablar de más, no confiar en desconocidos, no decir por teléfono a dónde vas. La vida rural, que antes era sinónimo de comunidad y confianza, se ha vuelto una red de silencios y sospechas. “Aquí todos nos conocemos —dice un transportista—, pero eso ya no significa seguridad. A veces el que te saluda también te vigila.”


El campo, ya de por sí castigado por la sequía y el abandono, se encuentra atrapado entre la necesidad de producir y el temor de hacerlo visible. Los productores han aprendido a moverse en discreción: compran menos, transportan de noche, ocultan rutas. La economía informal que sostiene a decenas de familias se ha vuelto casi clandestina, como si sobrevivir fuera un acto de rebeldía.


En medio de todo, el discurso oficial suena lejano. Se habla de operativos coordinados, de esfuerzos interinstitucionales, de presencia militar reforzada. Los boletines mencionan “avances”, “resultados”, “vigilancia permanente”. Pero en los caminos, los mismos de siempre, los campesinos no ven nada nuevo. El ejército pasa, saluda, y sigue. Los retenes son más símbolos que barreras. La gente los mira con respeto, pero también con tristeza. “Están aquí, pero no saben lo que pasa”, murmura un hombre en una gasolinera. “Y si lo saben, no pueden hacer nada.”


En los pueblos pequeños, la esperanza se alimenta de rumores: que pronto vendrán más apoyos, que habrá nuevas investigaciones, que alguien “de arriba” ya puso atención. Pero los días pasan y el rumor se enfría. La vida cotidiana continúa entre la resignación y la costumbre, como si la impunidad se hubiera vuelto parte del paisaje.


En algunos ejidos se organizan grupos de productores que buscan protegerse entre sí. No son policías ni patrullas, apenas hombres y mujeres que se avisan por teléfono si ven movimientos extraños. “Aquí no confiamos en nadie más”, dice uno. “Nos cuidamos nosotros, aunque no tengamos con qué.” No hay armas ni uniforme; solo la determinación de resistir y de que al menos alguien sepa si un compañero no llega a casa.


El crimen, dicen, se ha sofisticado. Ya no necesita imponerse con violencia visible; basta con la reputación del miedo. Una llamada, una advertencia, una visita breve con lenguaje ambiguo. Todo parece legal, todo parece tranquilo, hasta que entiendes el mensaje. Por eso nadie denuncia: porque saben que no habrá castigo, pero sí consecuencias.

Los productores que aún intentan mantener sus negocios en regla viven con una doble carga: la económica y la emocional. El precio de los insumos sube, la venta baja, y el miedo constante les roba el sueño. “No se trata solo de dinero —explica un agricultor—, se trata de dignidad. Uno quiere trabajar, no estar pensando todos los días en quién lo va a extorsionar.”


Mientras tanto, la política sigue su curso. En los discursos oficiales, la región aparece como ejemplo de coordinación y paz laboral. Se anuncian inversiones, se promueven ferias, se inauguran obras. Pero los que viven ahí sienten que esas palabras pertenecen a otro mundo, uno donde las cifras importan más que las personas. En los caminos rurales, la realidad es otra: el olor a tierra seca, el polvo que cubre las ventanas, el zumbido de un celular que anuncia una llamada que nadie quiere contestar.


Hay quien dice que todo esto se sostiene sobre un pacto de silencio. No un acuerdo formal, sino una costumbre aprendida: hablar lo justo, mirar a otro lado, sobrevivir. Así se mantiene la paz aparente, esa calma que de lejos parece estabilidad, pero que de cerca huele a miedo. En La Laguna, el miedo se respira, se calcula, se hereda.


En los hogares del campo lagunero, el miedo se ha vuelto parte de la conversación cotidiana. No se habla de política ni de justicia, se habla de sobrevivir. Las madres enseñan a los hijos a no contestar números desconocidos, a no decir con quién trabaja su padre, a borrar los mensajes que no entiendan. Las mujeres del campo se han convertido en cronistas del silencio: saben quién falta, quién vendió todo para irse, quién ya no quiso seguir.


Las noches son más largas desde hace meses. En los ranchos, el sonido de una camioneta en la distancia basta para levantar la tensión. Nadie duerme profundo. Los perros ladran, las luces se apagan, los pensamientos se agolpan. “Uno ya no sabe si tener miedo o acostumbrarse”, dice una mujer que vive sola con sus hijos en un pequeño ejido entre Lerdo y Tlahualilo. “Lo peor es que ya no se oye nada, y cuando no se oye nada, es cuando más peligro hay.”


El miedo se mide en gestos: en las puertas que se cierran temprano, en las ventanas cubiertas, en la desconfianza de los encuentros. Las comunidades se han vuelto islas. Donde antes había cooperación, ahora hay distancia. Los vecinos se saludan con cautela; nadie pregunta demasiado. “No porque no nos importe”, explica un productor, “sino porque sabemos que preguntar es peligroso.”


Mientras tanto, los medios locales apenas rozan la superficie del problema. Algunos reportan cifras, otros repiten boletines oficiales. Los periodistas de la región caminan sobre una cuerda floja: informar sin señalar, contar sin incomodar. Saben que una palabra mal puesta puede costar caro. Por eso, muchos prefieren narrar lo obvio: los operativos, las reuniones, los anuncios. Lo demás se dice entre líneas.


El silencio institucional se siente como un eco hueco. Se habla de coordinación, de mesas de seguridad, de esfuerzos interinstitucionales, pero nadie dice qué resultados concretos hay. Los productores lo resumen así: “Cuando no se ve nada, es porque no se está haciendo nada.” Tal vez sea injusto, tal vez sea simplista, pero en una región donde la gente vive contando las pérdidas, la confianza ya no tiene crédito.


Las familias, mientras tanto, hacen cuentas: cuánto se gasta, cuánto se pierde, cuánto queda. El campo se ha vuelto una suma de incertidumbres. El agua falta, el alimento escasea y los caminos están marcados por la sospecha. “A veces pienso que el miedo es lo único que no nos pueden quitar”, dice un joven chofer. “Porque ya lo tenemos encima.”

Los niños crecen escuchando frases que no deberían aprender tan pronto. “No digas nada”, “no te metas”, “no confíes”. Son las nuevas reglas de supervivencia. La violencia visible ha cedido su lugar a otra más sutil, más lenta, que erosiona la convivencia. “Aquí nadie dispara —dice un agricultor—, pero todos estamos heridos.”


Las iglesias se llenan los domingos. No tanto por fe, sino por costumbre, por el deseo de encontrarse y recordar que todavía hay comunidad. En las misas, los rezos se mezclan con los rumores: quién desapareció, quién se fue, quién tuvo suerte de vender. Es el único espacio donde el miedo se disfraza de esperanza.


Y mientras todo esto ocurre, la burocracia sigue girando su maquinaria lenta. Hay solicitudes en trámite, oficios en espera, reuniones que se posponen. Los que deberían escuchar no escuchan, o lo hacen con el oído diplomático de quien entiende pero no se compromete. La gente ya no espera soluciones, espera señales. Un mensaje, una presencia, una mínima prueba de que a alguien le importa.


Pero el vacío institucional duele más que el peligro. Porque el peligro, al menos, se reconoce. El vacío no: se cuela por las rendijas, se instala en las rutinas, se normaliza. La impunidad en La Laguna no se grita, se respira. Es un aire espeso que todos comparten, que nadie sabe cómo limpiar.


A pesar de todo, la gente sigue trabajando. Es lo que mejor saben hacer. Cada amanecer, los productores salen al campo con la esperanza intacta y la cabeza baja. No porque se rindan, sino porque aprendieron que en esta tierra resistir también es una forma de rebeldía. En La Laguna, sembrar, criar y vender se ha vuelto un acto de valentía.

“Uno se levanta, ve el cielo y da gracias por seguir aquí”, dice un ganadero de los alrededores de Mapimí. “El miedo ya está con nosotros, pero no puede paralizarnos. Si dejamos de movernos, nos morimos de hambre.” Esa es la filosofía del campo: continuar aunque el camino esté lleno de sombras.


En las comunidades, la solidaridad se ha transformado. Ya no se da en público, sino en secreto. Los vecinos se ayudan a escondidas: uno presta el camión, otro comparte el alimento para el ganado, otro ofrece guardar la mercancía en su corral por unos días. Todo se hace en silencio, sin fotos ni agradecimientos. La ayuda es discreta, porque la discreción es la única manera de protegerse.


Los jóvenes, sin embargo, comienzan a marcharse. Los que tienen algo de dinero se van a Chihuahua o a Coahuila, buscando empleo en fábricas o en la construcción. Los que se quedan, lo hacen más por sus familias que por esperanza. “No hay futuro aquí, pero hay raíz”, dice un muchacho de Bermejillo que sueña con ser ingeniero agrónomo. “No quiero irme, pero tampoco quiero vivir con miedo.”


El éxodo silencioso se nota en las escuelas rurales: cada año hay menos niños. Las maestras lo comentan entre lágrimas: “Nos quedamos con los hijos de los más tercos, de los que todavía creen que esto puede cambiar.” La extorsión y la inseguridad no solo quitan dinero; roban generaciones.


Los ancianos, que vieron épocas peores, observan el presente con una mezcla de resignación y sabiduría. “Esto no empezó ayer —dicen—. Lo nuevo es el silencio.” Antes, cuando había injusticia, la gente protestaba, salía a la plaza, pedía cuentas. Ahora, la gente se cuida más. Nadie quiere ser el próximo ejemplo de lo que pasa cuando hablas demasiado.


Las reuniones comunitarias son más pequeñas, las fiestas patronales más breves. Los músicos tocan menos canciones, los rezos son más rápidos. El miedo ha modificado hasta la forma de celebrar. Pero incluso en esa austeridad forzada hay un hilo de dignidad que no se rompe. Los habitantes del campo lagunero se niegan a perder su identidad. Aún con el alma cansada, siguen diciendo: “Esta tierra es nuestra.”


Mientras tanto, los discursos oficiales siguen pintando un panorama de orden. Se presume la llegada de nuevos elementos de seguridad, se reparten comunicados, se celebran reuniones de coordinación. Pero en los caminos rurales, esos anuncios suenan lejanos. “La seguridad no se mide por patrullas, sino por tranquilidad”, dice un agricultor. “Y aquí, eso no existe.”


La gente ha aprendido a vivir con una especie de doble realidad. Por un lado, el relato público: el de la paz, el progreso, los programas. Por el otro, el relato íntimo: el del miedo, la frustración, la impotencia. En medio de ambos, hay una grieta que se ensancha cada día. Esa grieta es la desconfianza.

A veces, la única resistencia que queda es la palabra. En las noches, cuando se reúnen alrededor del fuego o en los porches de las casas, los campesinos cuentan historias. No tanto para entretenerse, sino para recordar que no están solos. “Si uno se guarda todo, se pudre por dentro”, dice una mujer mayor. “Por eso hablamos, aunque sea entre nosotros.”


Las historias giran siempre en torno a lo mismo: las promesas incumplidas, los abusos impunes, la incertidumbre. Pero también hay relatos de fortaleza: del vecino que se enfrentó al miedo, del joven que volvió para ayudar, de la familia que resistió. En esos relatos se refugia la esperanza que todavía queda.

El campo lagunero no ha dejado de producir, aunque lo haga con menos recursos y más miedo. Los costales de alimento, los tambos de agua, las herramientas, todo se mueve con prudencia, como si la vida misma se transportara en silencio. Los productores saben que cada jornada puede ser la última, y aun así salen. Porque el abandono duele, pero la inacción mata.


Al final del día, cuando el sol cae sobre los cerros secos, el aire se llena de polvo y resignación. Pero también de una especie de dignidad que se niega a desaparecer. En los pueblos, nadie espera milagros. Solo que alguien, en algún lugar, tenga la decencia de mirar hacia acá y ver lo que pasa.


Han pasado los meses y la gente ya no espera noticias. En septiembre se habló de cateos, de investigaciones, de acciones contundentes. En los medios circuló la idea de puertas abiertas por la fuerza y oficinas selladas, como símbolo de que algo importante estaba por destaparse. Pero el polvo se asentó, y con él, el interés. Fue una mentira. Nadie volvió a explicar qué se encontró ni qué se hizo después. Las promesas se quedaron suspendidas en el aire, y el silencio se volvió una respuesta.


Esa falta de claridad pesa más que la violencia misma. Porque cuando no hay información, todo se vuelve sospecha. En los pueblos, cada quien tiene su versión: unos dicen que todo fue una pantalla, otros que el expediente se guardó en algún cajón, otros que simplemente no quieren moverlo. La realidad es que nadie sabe. Lo único cierto es que desde entonces no ha cambiado nada.


El campo sigue igual, los caminos igual, el miedo igual. Los productores lo repiten con amarga ironía: “Parece que el cateo fue para callarnos, no para ayudarnos.” No lo dicen con rabia, sino con tristeza. La gente del norte de Durango ya aprendió que la justicia es un rumor que no llega a estas tierras.


Mientras tanto, los funcionarios van y vienen con discursos bien medidos. Hablan de coordinación, de compromiso, de resultados que no se ven. A veces mencionan cifras, pero las cifras no alcanzan para explicar lo que vive una comunidad entera condenada a desconfiar. “Nos dicen que todo está bajo control, pero el control lo tienen otros”, comenta un transportista que lleva veinte años recorriendo los mismos caminos.

La desesperanza se contagia como polvo. Se mete en los pulmones y cuesta sacarla. En los talleres, en los expendios, en las tiendas, la conversación se repite: “¿Y de eso que dijeron, qué pasó?” Nadie tiene respuesta. Algunos ya ni preguntan. La costumbre se ha convertido en refugio, y la indiferencia, en defensa.


Los operativos, el refuerzo militar, las patrullas adicionales: todo parece parte de una escenografía que tranquiliza de lejos, pero no cambia nada de cerca. La gente ve pasar los convoyes, escucha los helicópteros, y sigue viviendo igual. El delito no ha disminuido; solo ha aprendido a esconderse mejor. La extorsión ya no grita, susurra. No necesita mostrarse, basta con saberse presente.

Esa es la tragedia invisible del norte: el miedo se ha vuelto cotidiano. Nadie se sorprende ya cuando un productor desaparece unos días, cuando un chofer deja de trabajar, cuando un comerciante cierra sin avisar. Son pequeñas señales que, sumadas, dibujan una gran ausencia: la de un Estado que no responde.


En las calles polvorientas de los pueblos, la gente repite que “todo está igual”. Pero en esa frase hay una carga enorme. Porque “igual” significa sin justicia, sin resultados, sin paz. Significa vivir con el alma en pausa. Y mientras tanto, las autoridades guardan silencio. No hay comunicados, no hay explicaciones, no hay respuestas. Solo el eco de lo que un día prometieron.


Algunos productores todavía conservan copias de los documentos entregados, las denuncias selladas, las peticiones firmadas. Las guardan como un testimonio de su intento de hacer las cosas bien. Pero saben que el papel no los protege. “Lo único que vale aquí —dice un agricultor— es que no te metas con nadie. Porque si lo haces, te borran.”


El olvido es la forma más sutil de castigo. Y eso es lo que sienten los habitantes de La Laguna: que el país los olvidó. Que sus denuncias se quedaron varadas entre escritorios, que sus vidas no pesan tanto como los titulares de campaña o los informes optimistas. No piden mucho. Solo que alguien diga la verdad. Que alguien les explique qué pasó con lo que empezó aquel septiembre y por qué todo terminó en silencio.


En las noches, mientras los pocos camiones que aún se atreven a circular atraviesan los caminos desolados, los hombres miran el horizonte buscando luces. No de patrullas, sino de esperanza. Porque lo más duro no es el peligro, sino la certeza de que nadie va a llegar.


Cuando cae la noche en La Laguna, el viento levanta polvo y silencio. En el horizonte apenas se distinguen las luces dispersas de los ranchos, pequeños puntos de vida que resisten entre la desconfianza y la fe. A esa hora, los productores ya han guardado sus herramientas, han cerrado los corrales y han apagado los teléfonos. El miedo también necesita rutinas, y aquí todos aprendieron la suya.


Han pasado meses desde que se prometió transparencia, seguridad y justicia. Han pasado años desde que se empezó a hablar de un cambio que no llega. Y sin embargo, el campo sigue latiendo. Late herido, pero no vencido. Los hombres y mujeres que lo sostienen saben que nadie vendrá a salvarlos, pero aún así, cada amanecer salen a trabajar. Porque el hambre no espera, y la tierra —a pesar de todo— todavía responde al esfuerzo de quien no se rinde.


La extorsión, dicen, no se ve, pero se siente. Es como el calor que se acumula bajo la piel o la sequía que agrieta la tierra: no hace ruido, pero deja marcas. No hay balaceras, no hay persecuciones espectaculares; solo una sombra que se posa sobre cada decisión, sobre cada trato, sobre cada palabra. Es el peso invisible de un sistema que se sostiene en la impunidad y se alimenta del silencio.

En los pueblos, la gente ha aprendido a sobrevivir sin confiar. Han perdido la costumbre de esperar algo de los gobiernos o de las instituciones. Cuando se menciona la palabra “justicia”, muchos se encogen de hombros. “Eso es para los de arriba”, dicen. Aquí, la justicia se llama suerte, y la suerte se llama seguir vivo.


Sin embargo, en medio de tanta desilusión, persiste algo que nadie ha podido extirpar: la dignidad. La dignidad de quien sigue trabajando aunque le roben, de quien comparte aunque le falte, de quien aún cree que las cosas pueden ser distintas. Esa es la verdadera resistencia del norte de Durango: una resistencia silenciosa, cansada, pero profundamente humana.


Los viejos dicen que el miedo no se vence, se aprende a convivir con él. Tal vez por eso La Laguna no se ha rendido. Porque aquí, el miedo no paraliza, solo acompaña. A veces se sienta al lado de los campesinos mientras desayunan, otras se sube al camión junto al chofer que sale a las cinco de la mañana. Pero nunca los detiene del todo. “Si paramos, ganan ellos”, repite un agricultor. Y esa frase, simple y tozuda, es lo más parecido a una bandera.


Las autoridades seguirán hablando de control, de coordinación, de presencia. Los comunicados seguirán llegando, los boletines seguirán circulando. Pero en los caminos rurales, donde no hay micrófonos ni cámaras, la historia será la misma: una lucha diaria por no perder lo poco que queda.

El problema no es solo la violencia. Es la indiferencia. Es la distancia entre el discurso y la realidad. Es el silencio que se disfraza de prudencia, el olvido que se presenta como estrategia. En La Laguna, la gente ya no pide milagros, pide atención. Pide que alguien mire de frente y reconozca que esto existe, aunque no salga en las estadísticas.

El olvido institucional es una forma de violencia. No tiene balas ni uniformes, pero mata despacio. Mata la confianza, mata la esperanza, mata la fe en el futuro. Por eso duele más que cualquier amenaza. Porque mientras los pueblos se vacían, mientras los jóvenes se van, mientras los viejos esperan noticias que no llegan, el país sigue mirando hacia otro lado.


Y aun así, en medio de todo, La Laguna resiste. Con las manos agrietadas, con la voz baja, con el alma cansada, pero de pie. No porque crea en promesas, sino porque no sabe rendirse. En el norte, la vida siempre ha sido una pelea contra la tierra, contra el clima, contra la injusticia. Pero ahora también lo es contra el olvido.


Al final, lo que queda no son los discursos ni los informes. Lo que queda son las historias: la del transportista que todavía recorre los caminos por necesidad, la del productor que perdió todo pero no se va, la de la mujer que cada noche reza para que su familia regrese a salvo. Historias pequeñas, invisibles, pero verdaderas.


Porque aunque el miedo se haya vuelto rutina y la impunidad una costumbre, todavía hay quienes creen que vale la pena contarlo. Aunque nadie los escuche. Aunque la justicia no llegue. Aunque el silencio siga siendo la única respuesta.

Y tal vez ahí, en esa terquedad de seguir hablando, siga viva la última forma de esperanza.


Hay algo trágicamente común en esa evolución del miedo: primero viene el reclamo, luego el silencio, después la resignación. Y cuando la resignación se instala, el territorio queda a merced de quienes se benefician del silencio. Eso es lo que ocurrió en muchos municipios michoacanos, donde las comunidades quedaron atrapadas entre grupos armados, autoridades rebasadas y una sociedad que ya no confía en nadie. En Durango, el terreno comienza a parecerse peligrosamente.


En ambos lugares, el Estado aparece, pero no permanece. Llega con operativos, con uniformes, con cámaras, y luego se va, dejando atrás la misma sensación de vacío. Es una presencia momentánea que no cura, solo cubre. En Michoacán, el abandono fue el preludio del control total; en La Laguna, el abandono puede ser el inicio de la misma historia.


La diferencia es el tiempo. Michoacán ya vivió la pérdida completa de la voz colectiva; La Laguna todavía está en el punto de inflexión. Aún hay productores que hablan, que denuncian, que escriben cartas, que piden ayuda. Pero cada vez son menos. Cada llamada ignorada, cada operativo sin resultados, cada expediente guardado debajo del brazo acerca un poco más al norte duranguense a ese silencio que devoró los pueblos del sur.


La violencia visible, la que se mide en balas y titulares, no es la más peligrosa. La más devastadora es la que se instala en la rutina: la que te enseña a no confiar, a no hablar, a no esperar. Esa violencia silenciosa, administrativa, cotidiana, es la que hoy respira La Laguna. Y es la misma que un día convirtió a Michoacán en un territorio donde la denuncia se volvió suicidio.


Por eso, cuando los productores laguneros dicen que “no se ve, pero existe”, no hablan solo de la extorsión. Hablan de un sistema entero que aprendió a disfrazar el miedo de normalidad. Hablan de la desconfianza como política de Estado, del olvido como herramienta de control. Hablan de un país que parece dispuesto a repetir su tragedia una y otra vez, solo cambiando el paisaje.


Si algo enseña la historia reciente de Michoacán es que la impunidad no necesita ruido para consolidarse. Le basta con la indiferencia. En Durango, esa indiferencia está echando raíces. Cada productor que calla por miedo, cada periodista que decide no publicar un testimonio, cada funcionario que guarda un expediente sin resolver, son parte del mismo ciclo. No porque sean culpables, sino porque el sistema los acostumbró a sobrevivir así.


Y sin embargo, todavía hay tiempo. La Laguna no está perdida, solo herida. La diferencia entre su destino y el de Michoacán dependerá de si la voz colectiva logra mantenerse viva. Si la sociedad civil, los medios, las instituciones y los ciudadanos logran sostener la palabra sin que el miedo la consuma.

Porque el silencio no llega de golpe: se infiltra poco a poco, hasta que un día, cuando alguien desaparece o muere, ya nadie pregunta por qué. En Michoacán, ese punto se alcanzó hace tiempo. En Durango, todavía hay quienes preguntan, quienes documentan, quienes insisten. Esa insistencia —frágil, cansada, pero obstinada— es lo que separa la historia que ya pasó de la que aún se puede evitar.


México parece condenado a aprender las mismas lecciones a fuerza de tragedias. Pero el país no es una abstracción: son sus regiones, sus campos, sus pueblos. Y si el norte repite lo que el sur ya vivió, será porque no supimos escuchar.


Quizá por eso, el mensaje más urgente no es para los que viven en La Laguna, sino para quienes la observan desde lejos. Que entiendan que lo que ocurre allá no es ajeno, ni aislado, ni inevitable. Que la indiferencia de hoy es el horror de mañana. Que cada silencio impuesto en un ejido duranguense es un eco de lo que un día comenzó en los cerros michoacanos.


Y que mientras todavía haya alguien que se atreva a contar lo que pasa, aunque sea con miedo, aún queda una posibilidad de que la historia no se repita.

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